Yo, yo misma y mi mala fama

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Between the lines.
Impulsos embravecidos como la mar, como un león furioso. Como un toro desbocado, ese corazón bañado en lágrimas amargas que ya nunca volverá a latir con el mismo desacompasado compás. Porque cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Mirar y no ver.

Un trozo de papel quemado serpenteó las curvas del cielo hasta sus pies. El metal de las botas acarició con ternura la frase inacabada de lo que podría ser una bonita declaración de amor. Fiona se inclinó para recoger la minuciosa declaración de intenciones por parte del destino. La letra se contorsionaba ante sus ojos al compás de la banda sonora de su vida: dos violines, un chelo y la voz muda de la indolencia. Los músculos de su espalda se tensaron, los párpados superiores cayeron pesados sobre sus hermanos, incapaces de soportar la presión de lo que sus retinas tenían reflejado, y los labios se entreabrieron para inspirar el gélido ambiente de la habitación. Las huellas dactilares de Fiona quedaron grabadas a fuego en ese papel, como si eso pudiera suplir la necesidad asfixiante, la añoranza o la soledad instalada en su pecho desde hacía dos días.

No deberías dejar que el orgullo termine con todo lo que amas, hija”. Su madre se había sido una mujer sabia, con vastos conocimientos en ciencias naturales o lenguas clásicas pero con una gran lista de errores cometidos a su espalda y, por más que ella le aconsejara, intentara dirigir su futuro, Fiona no era nada voluble. Ya desde pequeña mostraba signos de su rebeldía; la cama sin hacer, todas las luces encendidas a su paso, el cepillo de dientes siempre fuera de su sitio, el secador encima del lavabo, cientos de llaves perdidas, aparecer en casa cuando su padre se iba a trabajar, varias denuncias por alteración pública, pelo corto, melena despeinada, ojos corridos y labios rojos. Profundamente rojos. Una Fiona a quien le gustaba pensar su propia vida en tercera persona y en pretérito; le parecía que aquello la hacía menos prosaica de lo que ya era. Solía evitar mirar a personas, animales, cosas y sucesos, prefería, por el contrario, describir todo lo que vivía, como si en realidad estuviese viviendo para otra persona y ella no fuese más que una mera narradora para la que mil palabras valían más que cualquier imagen. 

Nunca había sido una buena compañía. Todos a su alrededor lo sabía y, sin embargo, aquella mañana, ella había cruzado aquella sala. Había decidido, por su cuenta y riesgo, romper aunque a fuera a cabezazos el muro de indiferencia que Fiona había alzado, piedra tras piedra, entre ella y el resto del mundo. La voz de la incoherencia habló, bailó y espantó con maestría sus pensamientos mientras Fiona hacía del papel una bola irreconocible de cenizas. Alzó la cabeza y se limpió la mano al pantalón. No quedaba nada en esa casa que los bomberos no hubiesen sacado a duras penas del lugar. Cuanto antes saliera de allí, antes podría volver a su vida cotidiana, a su eterna estupidez.

El bajo tacón de las botas reventó la madera quemada. La puerta chirrió quejándose por la brutalidad con la que Fiona se deshizo de la última barrera para salir a la calle y fue ese sonido malavenido lo que la hizo pararse. Tomarse unos instantes para posar la barbilla sobre su hombro izquierdo y analizar el resto, los detalles en los que nadie antes había reparado.

Las puertas del hall, que daban a las escaleras principales estaban abiertas. Las miró un momento intentando determinar el porcentaje de personas que las usarían tras la reforma con respecto a todas las que accedieron a la primera planta de la casa antes de que ardiera en llamas. De que no serían pocas estaba segura. Por ellas bajó una brisa muy fría que la hizo tiritar desde los dedos de los pies hasta las malditas pestañas. Fiona sólo pudo entreabrir los ojos cuando esa sensación arrogante terminó.

Entonces, reparó en algo más. Las baldosas del suelo eran grises, del uso, se veían mates en el centro del hall y brillaban en los lados. En el lado brillante de aquellas baldosas tenía ella apoyados los pies, enfundados en sus botas negras. Las botas estaban muy usadas y no hacían un contraste agradable con los pantalones de color azul marino, pero aquella mañana no había sido capaz de encontrar los zapatos azules. Se percató de que aquella mañana no la había tenido a ella a su lado para ayudarla a escoger el conjuntito más adecuado para un entierro o para sonreírle y prometerle, en silencio, que todo iría bien. Ya no volvería a despertarse enredada en su larga melena oscura porque nunca más volvería a compartir su cama con ella, porque ya no necesitaría dormir, ni ver, ni comer, ni sonreír, ni respirar. Sólo complacer a los gusanos que poco a poco se irían cebando con su carne.

Fiona vislumbró unos pies en lo alto de la escalera. Unos pies que, a simple vista, parecían desnudos y, sin embargo, aguzando la vista, pudo comprobar que unos calcetines estampados, rotos en la puntera, y sonrientes, la miraban desde la cumbre de la gloria. Su mandíbula cayó y sus ojos se negaron a cerrarse. Ella estaba allí. Su esposa, el amor de su vida, había vuelto a por ella.

—Trinity… —murmuró su subconsciente, arrastrándola hacia el espectro.
—Otro sedante —murmuró un hombre a su espalda—, está volviendo en sí.


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