Y nos reíamos. Nos reíamos mucho, muchísimo, todos los
días, dentro de la cama y fuera, porque también vivíamos juntos fuera de la
cama, íbamos al cine, de compras, a dar la vuelta a media tarde sin más
propósito que caminar, a tomar copas por las noches en bares de aspecto poco
recomendable, tugurios de una ciudad histórica con la música muy alta, las
paredes pintadas de negro, una fauna extraña de punkies y modernos en la pista,
y alguna esquina oscura y despoblada donde los dos podían besarme a la vez, aplastarse
contra mí, dejarse acariciar cada uno por una sola mano hasta que se hacía muy
tarde, las cuatro de la mañana, las cinco, y todo el mundo estaba ya tan
pasado, tan ciego, que ni siquiera levantaban una ceja cuando salíamos a bailar
los tres, para ti, que estás de morros esta noche, Delirio detrás de
mí, abrazando mi cintura, que descubres los secretos de tu cuerpo, Éxtasis
delante, rodeándome el cuello con sus brazos, que sonrojas tu nariz casi
queriendo, y yo en medio, moviéndome con los dos, entre los dos, que
eres sombra, aprendiz de seductor, al ritmo de esa canción dulce e
ingenua, que era tan tonta, y era tan sabia, y era la nuestra.
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